Latinoamérica, en un concepto, es la historia de las luchas de los pueblos arrasados en la región. Las políticas económicas impuestas foráneamente con articulaciones locales en cada país necesitan, para ser llevadas a cabo, el componente represivo exterminando a algunos, erradicando a otros y alienando a los que quedan. De ahí que un cine que se piensa latinoamericano es un cine que expresa los dramas de los pueblos –no tragedias, no hay determinismo-, pero también sus resistencias. Por lo tanto, sus historias se escriben – y se filman- no solo con sangre, sino también con esa ancestral imagen mítica que es la Tierra. La escritura de la Historia nunca cesa porque siempre luego del arrasamiento llega la resurrección y con ella la posibilidad de modificar el estado de cosas.
De ahí la construcción del prólogo con que abre el último trabajo de Paz Encina. En Eami lo primero que se presenta es la resonancia del viento sobre la pantalla negra. Luego, una voz cuya cadencia suministra la imagen mental de una narradora de escrituras míticas; desde ese cuerpo de voz, se explica el origen del Viento. El cuadro va ofreciendo gradualmente la presentación de tierra arrasada hasta llegar a la claridad que permite visualizar cuatro huevos de animal cerca de una orilla. La vida luego de la devastación. El plano secuencia con cámara fija se va desplegando desde la integración del plano que muta de percepción conforme se aclara cada vez más, modificando las tonalidades visuales que incorporan aquella voz y aquel sonido. Su presentación se inaugura diciendo: «… engendré al mundo… El mundo era Ayoreo». Y continúa remitiendo a un pasado y a la posterior huida del pueblo ayoreo totobiegosode del Chaco paraguayo, mencionado como propio.
Porque en el idioma ayoreo, “eami” tiene dos sentidos: monte y mundo. Tomo estos términos para irnos luego de ellos y remitirnos a lo que despliegan en imágenes. Si bien los símbolos y significaciones de las leyendas brindan a los espectadores anclajes para una supuesta seguridad y comprensión del mundo de la película, el recurso al glosario es el camino que más acota las posibilidades del vínculo con la pantalla. Para la presente lectura, estos sustantivos disparadores se confirman en la dimensión que ofrece Encina. Una dimensión que envuelve en una atmósfera, que da a percibir el viento, la tierra, el “monte” como el marco de la comunidad ayorea, y el “mundo” como el mayor marco posible en donde nos encontramos con la metáfora más abarcativa: el pueblo representado (mejor, presentado) en Eami son todos los pueblos sojuzgados. No solo de la región. Y si se abren los sentidos al marco sensorial y a lo expresado verbalmente en la película, cualquiera que se encuentre con este mundo puede llegar al mismo concepto –y a muchos más– que quien se apoya sobre todo en la información que aportan los significados, más allá de que efectivamente son datos útiles.
Aprovecho, en este punto, para pensar algunos reparos con el hecho de la documentalización. Más allá de que el trabajo de Paz Encina integra en la organización de su ficción aspectos que lindan o se nutren de los recursos del documental, su intención no es documentar porque trabaja en contra de la tradición antropológica de la cámara. Esa lente que trabaja sobre los cuerpos de la comunidad aporta una dimensión poética no exhibicionista, no esteticista, no invasiva, no conquistadora de los cuerpos desde el poder de su omnisciencia. O sea, no antropológica. Más bien los dimensiona como físicos reinantes de la historia, en relación a otros del material. Como el de una mujer menonita que no sale de su casa, y observa el entorno de cambio de época desde el interior. Desde el plano detalle de objetos rotos, hasta su primer plano mirando por la ventana, la mostración de ella y su mundo se apoya mucho más en una dimensión de personaje clásico. Con respecto a los cuerpos de la conquista, estos permanecen fuera de campo; quienes sí se presentan son trabajadores locales, mestizos asimilados al sistema, ejecutores del trabajo sucio en la cadena de responsabilidades. A ellos, Paz Encina los ubica desde una marcada lejanía, con actitud de control y repartiendo a los habitantes de la tribu que quedaron en el lugar la ropa que traen en bolsas, iniciando un violento proceso de desubjetivación de la etnia. En una inversión de la tradición del cine, son estos cuerpos los que aparecen interpelados. Quienes no pertenecen a la comunidad indígena son denominados coñone. Y son definidos en Eami como “hombres y mujeres insensibles”.
Eami es el cuerpo central de la película, precisamente el de una niña de cinco años perteneciente a la tribu. Un personaje que presenció la invasión y deviene el ave Asoja, mezcla de mujer y diosa. Un cuerpo que se desdobla en ambas entidades, la terrenal y la mítica. A lo largo de la película se diferencian dos voces, dos resonancias. Paz Encina se apoya en mitos ayoreos, con sus habitantes prestando sus cuerpos a la propuesta formal, para consolidar un fuerte entramado político. Los usos habituales de las leyendas se subvierten, y el realismo mágico se presenta insuficiente ante la politicidad del planteo formal, que se apoya como idea en el avance de empresas ganaderas en la deforestación de los bosques, con la complicidad del estado paraguayo que no hace cumplir las leyes de protección al territorio perteneciente a la tribu. El entramado se encuentra planteado como un escenario pos-apocalíptico en donde lo que era monte tupido ahora es tierra arrasada, donde habitaba una comunidad, hoy quedan muchos menos. Para ello, el tiempo de la cámara sobre los planos generales es fundamental. Si pensamos en los planos más recurrentes, son estos mismos en vínculo con los que rodean los cuerpos de la comunidad. Sobre todo el de Eami, caja de resonancia de la voz de la niña, de la diosa, de su familia y del pueblo. Es quien tiene a su cargo la narración de la historia, la preservación del pueblo por medio del verbo, la memoria en definitiva. En un tramo expresa: “En nuestros ojos guardamos todos los paisajes. Ahí están los montes cerrados, están las lagunas, los cielos a punto de llover, los senderos… con todos nosotros en el monte. El eami quedó en nuestros ojos…». La instancia memorial se expresa también a través de la voz del padre: «Recuerda: fuimos nosotros los que vivimos aquí. Recuerda…».
En este mundo, los animales y la Naturaleza tienen entidad. La víbora y el tigre acompañaron a Eami a emigrar del monte. La Tortuga le cuenta sobre la invasión. A su vez, a Dicasei, amigo de ella que fue capturado, se lo relaciona con un pájaro, a otro con una tortuga, a ella misma con un lagarto. Por otra parte, el viento le habló antes de la invasión a Chamiadaté, una mujer de la tribu, advirtiéndole que: «… el fuego malo llegará al eami. Tendrán que caminar en las cenizas, y nada será lo mismo». Así como los muertos pasan a integrar la naturaleza.
Paz Encina usa el mito para proyectarlo políticamente. Hay planteos verbales que sugieren o dan cuenta explícitamente de ello. Como la pregunta: «¿Será que todos tenemos que sanar eternamente? ¿Se curan las heridas alguna vez? Si la herida no sana, la única forma es la resistencia, no el dolor. O una pregunta que en principio se presenta como introspectiva: «¿Somos los mismos al perder a los que amamos?», lleva a pensar en un necesario reposicionamiento. Y en el terreno de los hechos, la tribu en ronda con la vestimenta impuesta por los cañone, deja ver a una mujer que se despoja de la remera. Un pequeño acto susceptible de contagio al resto.
De este modo, el verticalismo de los monoteísmos se diferencia claramente de los dioses ayoreos, que habitan en las cosas, en los elementos de la naturaleza, en las subjetividades de la comunidad. Dioses de vuelo bajo, que a su vez devienen pueblo.
Eami (Paraguay, 2022). Guion y dirección: Paz Encina. Fotografía: Guillermo Saposnik. Música: Joraine Picanerai y Fernando Velázquez Vezzetti. Reparto: Anel Picanerai, Curia Chiquejno Etacoro, Ducubaide Chiquenoi, Basui Picanerai Etacore, Lucas Etacori, Guesa Picanerai, Lazaro Dosapei Cutamijo. (83 min.)